casi 9 años después….

Estàndard

Esta mañana, en el autobús, iba leyendo un libro, a Batalla de Génova. Y releyendo el capítulo que adjunto al final, las lágrimas han vuelto a saltar a mis ojos, igual que hace 9 años.

El capitulo narra la experiencia de un chaval de Zaragoza, que además, dio la casualidad que conocí en Santander este invierno ( es un compa de Diagonal). Es un relato duro, escalofriante. Una experiencia dura, muy dura, como todas las que leo o me cuentan de esos días en Génova.
El texto es largo, pero os aconsejo leerlo si tenéis tiempo. Vale la pena.

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RELATO PERSONAL DE LA AGRESIÓN Y MALOS TRATOS SUFRIDOS POR PARTE DE LA POLICIA ITALIANA A PARTIR DE SU ASALTO A LA ESCUELA DÍAZ DE GÉNOVA, EN JULIO DE 2001:

I. ASALTO CRIMINAL A LA ESCUELA DÍAZ.

En la noche del sabado 21 de julio de 2001 mis compañeros y yo, todos activistas del Movimiento de Resistencia Global de Zaragoza, un movimiento social local que practica la noviolencia y la desobediencia civil contra la globalización económica capitalista, nos encontrábamos en el interior de la Escuela Díaz de Génova dispuestos a dormir para emprender viaje a la mañana siguiente a nuestro lugar de origen, tras nuestra participación pacífica en las movilizaciones convocadas por el Foro Social de Génova contra la cumbre del llamado G-8, cuando comenzó el episodio de terror policial que voy a relatar.
Sobre las 23,30h., desde el interior de la planta baja de la escuela escuchamos unos gritos de “policía, policía” de otros residentes que advierten de la presencia de la policía en el exterior. Un grupo reducido de personas muy jóvenes, llevados por el miedo cierran la puerta de acceso al interior e intentan bloquearla con algunos enseres a mano. Nuestro grupo se dirige a ellos e intenta tranquilizarles haciéndoles comprender que su actitud, aún a pesar de entenderla por el miedo a la famosa brutalidad policial italiana, podría empeorar las cosas. En particular yo temía, si no lograban entrar, por el uso de armas químicas através de las ventanas y nuestra muerte por axfisia. Temor que aumentó cuando vi que la policía derribaba a golpes desde el exterior las ventanas de la planta baja extendiéndose sus cristales rotos por el interior.
Así las cosas, en medio del pánico general y mientras la apolicía forzaba su entrada a la escuela recomendé a nuestro grupo permanecer unido, sentarse en el suelo contra la pared de la sala principal de la planta baja y levantar las manos coreando juntos la palabra “noviolencia”. Todos y todas sin excepción asumimos ese compromiso de defensa noviolenta y de apoyo mútuo colectivo. El resto de las personas que permanecían en la sala, algunas de ellas dormidas hasta entonces y todavía metidas en sus sacos de dormir tampoco ofrecieron ningún tipo de resistencia violenta y se limitaron a esperar sobre el suelo pacíficamente a la policía.
Nada más entrar la policía y mientras permanecíamos sentados coreando “noviolencia, noviolencia” con las manos en alto el policía que encabezaba la fuerza policial tomó una silla escolar y la lanzó violéntamente contra mi cuerpo, acto seguido ese u otro polícia, no puedo confirmarlo por la rápidez de los sucesos, asió un banco de madera y lo lanzó contra nuestro grupo. En ese momento recuerdo que terminé de doblar el cuerpo contra mi mismo, en lo que se conoce como posición fetal, tumbándome de forma lateral sobre mi costado derecho, protegiéndome principalmente el hígado y la cabeza con los brazos doblados y los puños cerrados, y apretándo mi cuerpo contra el de los compañeros que sentía más cerca. Por entonces un policía nos gritó: “¡¡ahora que nadie os ve, os vamos a matar!!”.
La violencia de la carga policial, empleando porras, sus respectivos mangos (de los que me quedaron huellas innegables), puñetazos, patadas y enseres de la escuela no parecía tener final. No podría asegurar su duración, unos cinco minutos quizás, no sé, sólo recuerdo permanecer indefinidamente con los ojos cerrados viendo en la oscuridad de mi mente algo así como estallidos intermitentes de luz mientras golpes y más golpes salvajes me destruían. De los gritos espeluznantes de dolor que nuestro grupo manifestaba inicialmente, tan sólo iba quedando un quejido unísono, monótono y lento que advertía del destrozo humano en el que se había convertido nuestra sentada pacífica.
En un momento dado un agente “de corbata” dijo basta y la carga cesó. Después sentí como un policía rastreaba nuestras pertenencias tras el grupo, apoderándose de ellas, apartándolas de nosotros, abriéndo las mochilas y vaciándolas violentamente para acabar desparramando por el suelo de la sala encharcada de sangre todas nuestras pertenenecias, que jamás nos llegarían a devolver. Más o menos por entonces dirigí la vista a mis compañeros por encima del enredo de cuerpos y miembros humanos apaleados para preguntar por su estado y recomendar calma. Al mirarlos descubrí a varios de ellos con el rostro teñido de sangre mirando al vacío. Conservó todavía esa imagen macabra en mi memoria, sangre y sufrimiento por todas partes, la exaltación de un rojo criminal, el color preferido por la policía de todo el mundo.
A partir de entonces mi cuerpo comenzó a enfriarse rápidamente, el apaleamiento parecía empezar a surtir efectos. Me sacudían temblores y un dolor indesriptible se me apoderaba por momentos. Recuerdo que manifesté a mis compañeros tener probablemente el brazo y la pierna izquierda rota y les solicité algo de abrigo para calmar el intenso dolor que me íba rompiendo por dentro mientras ellos me animaban a aguantar. Los servicios médicos entraron en acción. Eran claramente insuficientes y nuestra atención se dilataba más y más. También por aquel entonces escuchamos gritos y consignas de apoyo en el exterior, parecía existir una concentración instantánea de denuncia por lo sucedido a las puertas de la escuela. Mi grupo reforzó la petición de ayuda a los servicios médicos advirtiendo que mi estado empeoraba por momentos. Pero la ayuda no llegaba. Finalmente ante la insistencia de mis compañeros un enfermero se ocupó de mí, me entablillo el brazo y la pierna, me portaron en una camilla y me evacuaron. De camino a la ambulancia, entre la conmoción y los gritos de apoyo de la buena gente del exterior recuerdo cerrar los ojos a los flashes de las cámaras, con la mirada congelada en aquel primer asesino uniformado, en la silla escolar volando contra mí, en la tabla de madera del banco cayendo sobre nosotros, en el incesante bombardeo de golpes que salpicaban luz en mi cabeza, en el rostro adolescente de un compañero desangrado, en el abrazo de mi compañera más próxima…
Definitivamente, más o menos una hora después de la salvaje paliza, la ambulancia partía. Varias personas más heridas me acompañaban sentados a mi lado izquierdo. La sirena zumbaba y aún con todo una sonrisa mitad derrota, mitad victoria se me escapó antes de volver a cerrar los ojos de dolor.

II. DEL ABANDONO HOSPITALARIO A LAS JAULAS POLICIALES DE BOLZANETO

De mi estancia en el hospital genovés poco más puedo relatar que la impresión de abandono constante que sufrí en sus pasillos, inmovilizado y postrado en una camilla, con la policía siempre bien cerca y retorciéndome de dolor, gritando intermiténtemente sin que nadie me atendiera, calmara o preguntara por mi estado. Así transcurrió mi ingreso, trasladado penosamente de pasillo en pasillo hasta que a la salida de unas radiografías dos enfermeras se apiadaron de mí y en medio de mi sufrimiento me dirigieron unas palabras de aliento que nunca agradeceré lo suficiente. Del resto del personal sanitario, incluido los médicos que en el boxer de urgencias me atendieron lo que diagnosticaron como fractura del peroné izquierdo, policontusiones y hematomas por diferentes zonas del cuerpo, nada bueno tengo que contar. El mismo médico que atendió mi pierna y me la inmovilizó hasta la ingle acto seguido me calzó la zapatilla, ató mis cordones y sin dirigirme practicamente palabra me ordenó que echara a andar hacia la policía. En un rincón de la planta baja custodiados por un montón de policías carabineros de uniforme de un azul oscuro, cuatro compañeros y compañeras malheridas y yo, algunos de ellos con un fuerte olor a defecaciones por el trauma del asalto, aguardamos retenidos hasta las seis de la mañana, hora aproximada en la que nos sacaron del hospital para introducirnos en varios coches patrulla y trasladarnos en la soledad del amanecer a Bolzaneto.
Tengo que decir que con mi pierna izquierda completamente inmovilizada y por tanto rígida, apenas cabía junto a otro compañero alemán detenido, sobre el que tuve practicamente que sentarme, en la parte trasera del coche y que además la temeraria conducción del policía empeoraba mi situación por los saltos y virajes que provocaba. Pero nada de esto parecía importar. Nos estaba prohibido hablar e incluso mirar a los policías que nos conducían, o a los carteles de la carretera que seguíamos y por los que podíamos averiguar un destino que nadie nos comunicó. En caso de hacerlo volvían las amenazas y los insultos de los carabineros, un hombre y una mujer, que debieron dejar de serlo al ingresar en el cuerpo de policía.
Cuando llegamos a lo que parecía ser nuestro destino, una antigua villa rural, habilitada como centro de detención policial de Bolzaneto, y contemplar la cantidad de policía que nos aguardaba junto a su actitud de clara hostilidad y ofensa pensé que nada bueno nos traería ese lugar de aires musolinianos escondido en la profundidad de la Liguria italiana.
Los coches policiales nos desembarcaron a las puertas de un edificio de una planta donde un sujeto de “paisano” con dorsal de policía y que parecía al mando del dispositivo policial nos iba marcando con rotulador un aspa en la cara entre sus burlas y las de todos sus compañeros vestidos del uniforme azul oscuro de los cuerpos especiales de carabineros. Ascendí como pude con mi pierna rota, y sin que ningún policía me prestará ayuda, las escaleras de acceso al edificio para encontrarme en su interior numerosos agentes que entre órdenes y amenazas me obligaron a ponerme contra la pared con los brazos extendidos y las piernas abiertas para registrarme. Allí, irian apropiándose de lo poco que conservábamos e introduciéndolo en unos sobres que acababan tirados por el suelo de toda la planta y pisoteados con el evidente fín de demostrarnos que no valíamos nada y que ningún respeto hacia nuestras personas y cosas nos esperaba. Mientras a mi izquierda o a mi derecha iba descubríendo a algunos de mis compañeros perdidos en la noche anterior, agotados, confusos y asustados por nuestro incierto futuro y la prepotencia policial.
Después del registro, de uno en uno y con la cabeza forzada a mantenerla mirando al suelo me condujeron a la última de una serie de celdas (la nº 9 pude escuchar en una ocasión) muy amplias, desnudas de mobiliario, sin iluminación eléctrica, y con grandes ventanales enrejados carentes de cristales por los que entraba abundante frío en las horas nocturnas y de madrugada. De camino a la celda un policía me propinó una patada en mi pierna vendada en señal inequívoca de desprecio por mi vida. estaba claro que mi estado, como el del resto de detenidos (la mayoría heridos de diversa consideración), no detendría los malos tratos policiales que recibiríamos allí. Una vez en la celda y a mí en particular se me obligó a permanecer en el centro sin permitirme apoyar la espalda en la pared mientras el resto de mis compañeros, en ese momentos unos treinta chicos y chicas con una media de edad de veinticinco años, que más adelante separarían por sexos, permanecían sentados en el suelo ocupando tres de los cuatro laterales interiores de la celda, padeciendo la visión y el olor de nuestros cuerpos malheridos, de nuestras ropas ensangrentadas y cubiertas de defecaciones provocadas por el terror de la noche pasada. Al cabo de un tiempo y tras solicitar permiso para apoyar mi espalda me permitieron hacerlo pero siempre manteniéndome, al menos por esa mañana, lejos de mis compañeros y sin poder hablar con nadie.
Durante nuestra estancia en Bolzaneto se nos negó a todos comunicarnos con el exterior o con un abogado, ir al baño, el uso de colchonetas, mantas o ropa de abrigo, ingerir agua, comida y recibir asistencia médica salvo en excepcionales ocasiones y siempre hacia el final de la detención en ese lugar. Nuestra alimentación durante los dos días de detención consistió en dos galletas y media en un primer momento y medio sandwich de jamón o queso junto con agua mineral en otra ocasión. Finalmente en la noche del domingo y después de mucho pedirlo nos prestaron unas pocas y viejas mantas militares que nosotros cedíamos a los compañeros más debilitados mientras el resto dormíamos sin protección alguna, algunos como yo con las ropas rotas, sobre el gélido suelo de terrazo de la celda.
En varias ocasiones nos forzaron a colocarnos en la posición de “manos arriba, piernas abiertas y cabeza agachada contra la pared” durante el tiempo que se les antojaba, fácilmente una hora seguida, mientras nos insultaban, amenazaban o agredían con patadas y puñetazos si incumpliamos su orden. También podiamos oir gritos y golpes procedentes de otras celdas lo que nos hacia temer por nuevas palizas. Al otro lado de la ventana acostumbraban a situarse grupos de carabineros que acudían allí para mirarnos e insultarnos. Tuvimos que soportar canciones fascistas con letras como: “bandera roja, bandera roja con esvastica”, insultos como “comunistas de mierda” o “bastardos” y constantes amenazas de muerte. Cada dos por tres se nos pasaba recuento obligándonos a levantarnos y cambiarnos de sitio, incluso a los peor heridos como yo, y se nos daba entender, maltratándonos psicológicamente, que posiblemente se nos liberaría enseguida. También se nos hizo pasar a todos y cada uno de nosotros y nosotras a una nave contigua que regentaba la policía científica donde se tomaban por ordenador nuestros datos personales y se digitalizaban nuestras huellas y rostros.
Llegada la noche del domingo 22 y desde hacia rato con la policía penitenciaria de uniforme gris, que relevaba a los carabineros, dirigiendo nuestro secuestro nos volvieron a poner contra la pared, nos registraron por segunda vez, en esta ocasión con desnudo incluido, nos cambiaron arbitrariamente de celdas, y tomaron nuevas fotografías y huellas, elaborando una a una durante toda la noche lo que parecía ser una ficha de ingreso en la cárcel, sin contar con ningún tipo de traducción ni asesoramiento legal previo. Para estas obligaciones se me forzaba siempre a desplazarme, con la pierna y el brazo en muy mal estado y sin ayuda médica o humana alguna, por el centro de un pasillo de insultos y amenazas que formaban los numerosos policías penitenciarios que llenaban el edificio.
Finalmente sobre la una y media del mediodía del lunes 23, se nos dispuso por parejas para esposarnos y trasladarnos en un autobús jaula de los habituales para conducciones de presos a la cárcel de Pavía (hecho que nadie nos advirtió y que pudimos saber leyendo los letreros de la carretera). En el traslado en autobús, que vigilaba la policía penitenciaria, ocupé junto a tres compañeros más, otro español, uno de Mónaco y un inglés, el fondo del vehículo, encerrados en una especie de estrecha jaula interior, ateridos por el frío del aire acondicionado y malamente sentado por no encontrar espacio para mi pierna rota e inmovilizada y el resto del cuerpo. Con todo y a pesar de que nuestro encierro carcelario era evidente, cierta alegría de supervivencia nos acompañaba al abandonar el centro de torturas de Bolzaneto.

III. DE LA CÁRCEL DE PAVIA A NUESTRA DEPORTACIÓN

En la cárcel de Pavía permanecí hasta la noche del miércoles 25, en que se decretó mi libertad, incomunicado totalmente con el exterior y sin asistencia legal hasta el mismo instante de mi comparecencia ante el juez en la mañana de ese mismo día. Tampoco recibí ayuda médica por iniciativa de la prisión pese a que durante mi ingreso en ese centro dos personas, un hombre y una mujer aparentemente médicos, leyeron en mi presencia el informe del hospital de Génova que me atendió (informe que por cierto nunca me fue devuelto pese a que lo solicité en diferentes ocasiones). Estos dos personajes, una verguenza para la profesión médica, revisarón mis contusiones sin levantarse de la silla, entre las burlas y carcajadas que promovía un policía presente, quien presumía de su porra comparando su poder con el de la porra que provocó erosiones sangrantes por todo mi brazo.
Sólo después de insistir una y otra vez sobre la necesidad de atención sanitaria se me proporcionó el martes 24 por la tarde un antiinflamatorio oral, algo de pomada y un poco de hielo que tuve que administrarme por mi propia cuenta, no fuera que por contacto se contagiaran de humanidad los sanitarios carceleros. Tampoco durante los tres días que estuve preso se me permitió acceder al patio o respirar el aire exterior obligándoseme en todo el tiempo a permanecer encerrado en mi celda, la número siete de la sección séptima, que mostraba un estado de higiene deprimente. No se me entregaron artículos básicos para la limpieza de la celda (bolsas de basura, jabón, cepillo, cubo y fregona…) ni otros imprescindibles para mi higiene personal, como servilletas, cepillo de dientes, pasta dentífrica o maquinillas de afeitar. Por otra parte antes de salir de prisión y al entregárseme el sobre de Bolzaneto con las excasas pertenencias que allí me incautaron comprobé con rabia que algunos de mis efectos personales habían desaparecido, como una cámara fotográfica, mi acreditación de prensa del Foro Social de Génova, diferentes anotaciones personales y un colgante de plata.
El miércoles 25 cuando despuntaba la luna sobre los muros de la macrocárcel de Pavía me condujeron por fín a sus puertas en lo que parecía mi puesta definitiva en libertad pero… cual fue mi sorpresa cuando al traspasar los muros en compañía de varios compañeros los carabineros del exterior nos obligaron a entrar en una furgoneta policial y sin explicación alguna ésta se puso en marcha con rumbo nuevamente desconocido.
Nuestro destino, el de los supuestamente liberados a esa horas de la caída de la noche, no era otro que la comisaría de Pavía, allí los últimos activistas liberados de los noventa y tres detenidos en el asalto de la Escuela Díaz de Génova (de los procedentes del estado español: Aitor Balbas, Fco. Javier Sanz, Dolores Herrero, Guillermina Zapatero y yo mismo), tendríamos que esperar rodeados de policía, pero esta vez con la presencia de nuestros abogados italianos hasta recibir la orden definitiva de deportación de parte del gobierno italiano por ser, según ellos, personas peligrosas para el orden y la seguridad pública italiana. Sobre las cuatro de la mañana del jueves 26 de julio, y tras la efusiva despedida de un nutrido grupo de infatigables italianos que aguardaban pacientemente nuestra salida en las inmediaciones de la comisaria, fuimos conducidos junto a las mujeres liberadas de la cárcel de Alexandría, al aeropuerto de Milán. Allí mismo, todavía bajo el manto de la noche y de la impunidad policial, en medio de un importante despliegue de carabineros fuimos abandonados a nuestra suerte, con precaria salud, sin nuestras pertenencias, habiéndolo perdido todo, excepto la diginidad, desde luego, y el respeto por los compañeros internacionalistas hechos presos conmigo a los que jamás olvidaré. Del mismo modo tampoco olvidaré nunca a los millares de personas amigas y anónimas que gritaron nuestra libertad en aquellos amargos pero fraternales días de sangre y lucha social por todo el mundo.
Sirva este relato de testimonio de denuncia y de homenaje al sufrimiento y la resistencia ejemplar de todas y cada una de las personas que juntas nos jugamos la vida en Génova aquél julio de 2001, a las que juntas hacemos día a día que otro Mundo sea posible.

Francho Chabier Nogueras Corral
Activista del Colectivo de Objeción y Antimilitarismo de Zaragoza
(Movimiento de Objeción de Conciencia-Internacional
 de Resistentes a la  Guerra)

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